El ecosistema emprendedor chileno está viviendo una etapa decisiva. Las startups ya no solo se miden por su capacidad de innovar o levantar capital, sino por su habilidad para construir confianza, sostener sus decisiones y escalar con coherencia. En otras palabras, la gobernanza dejó de ser un tema exclusivo de las grandes corporaciones: hoy es una ventaja competitiva que diferencia a las empresas que sobreviven de las que se diluyen.
Durante mis años acompañando a startups, fintech y equipos fundadores, he visto cómo el entusiasmo inicial suele chocar con un punto ciego común: la falta de estructuras básicas de gobierno. No hablo de burocracia, sino de mecanismos que aseguren foco, rendición de cuentas y consistencia estratégica. Porque el riesgo no está en moverse rápido, sino en hacerlo sin dirección.
Las startups suelen asociar la palabra “gobernanza” con pérdida de agilidad o exceso de formalismo. Pero la experiencia demuestra lo contrario. La gobernanza no inmoviliza; ordena. No frena la innovación; la protege. Es la base que permite que las decisiones sean escalables, transparentes y sostenibles.
Pensemos en un ejemplo sencillo: cuando una startup define su propósito, estructura su directorio asesor y establece un sistema de reporting claro, no solo mejora su gestión interna; también envía una señal de madurez al mercado, a inversionistas y a sus propios equipos. En un entorno donde la confianza pesa tanto como la innovación, esa señal vale más que cualquier pitch.
Desde el mundo financiero aprendí que las instituciones más sólidas son las que logran convertir el cumplimiento en cultura. Lo mismo aplica aquí. La gobernanza no debe verse como un checklist para inversionistas, sino como un hábito organizacional que permite anticipar riesgos y tomar decisiones con propósito.
Y es precisamente en la etapa temprana donde más valor genera. Una startup que define desde el inicio cómo se toman las decisiones, quién valida los hitos estratégicos y cómo se mide el impacto, está mucho mejor preparada para crecer y para resistir la presión del éxito, que aquella que improvisa sobre la marcha.
Eso no significa perder la esencia emprendedora. El desafío está en profesionalizar sin perder agilidad. Crear comités o estructuras ligeras de seguimiento, mantener reuniones de feedback transparentes y documentar acuerdos sin caer en la rigidez del corporativismo. Lo relevante no es el formato, sino el sentido: que la organización evolucione con la misma velocidad con la que aprende.
En mis mentorías he visto cómo pequeños ajustes hacen una gran diferencia: establecer un “Board de propósito” trimestral con los fundadores, incorporar una mirada externa que cuestione supuestos estratégicos o crear una política simple de gestión de riesgos reputacionales. Esas prácticas no restan tiempo: lo multiplican.
Chile ha avanzado mucho en construir un ecosistema que impulsa la innovación, pero aún está en deuda en algo esencial: enseñar a gobernar la innovación. Porque un emprendimiento sin estructura puede crecer, pero difícilmente perdurar. Y la sostenibilidad financiera, cultural y reputacional es la nueva medida del éxito.
La gobernanza no es un destino, es una práctica viva. Y cuanto antes se integre en la cultura de las startups, antes podrán mirar a los ojos de sus inversionistas, colaboradores y clientes con la tranquilidad de saber que están construyendo no solo un negocio, sino una institución.